"Necesito poco y lo poco que necesito, lo necesito poco "
Gracias a una entrada de mi prima Teresita en su muro de Facebook he podido tener acceso a una publicación de la conocida periodista y escritora Ángeles Caso (Gijón, 16 de julio de 1959) en "La Vanguardia". Esta escritora, periodista y traductora española que se licenció en Geografía e Historia, especialidad Historia del arte, tuvo la oportunidad de presentar el programa Panorama regional en su Asturias natal, encaminando sus primeros pasos hacia el periodismo. Durante 1985 y 1986 presentó el Telediario de TVE y el programa de entrevistas La Tarde.
A los 35 años da un giro en su vida y se aleja (sin dejarlo nunca del todo) del periodismo para iniciar su carrera literaria. En 2001 ganó el premio Fernando Lara de novela con Un largo silencio. En 1994 fue finalista del premio Planeta con El peso de las sombras, novela que leí afanosamente hace ya algun tiempo y que reeleré proximamente (la tengo un tanto en el olvido y en mi agenda literaria). Este galardón, el premio Planeta, lo ganó finalmente el 15 de octubre de 2009 con su novela Contra el viento.
Alterna la narrativa con ensayos históricos en los que presta especial atención a la Edad Moderna y la visión de la mujer a lo largo de la Historia. También es autora del guión de la película Deseo (2002), de Gerardo Vera.
He seguido de cerca sus pasos, y siempre me impresionó su elegancia intelectual. Utiliza las palabras desde el corazón, y TE DEJA SIN ELLAS al hacerlo. Todo se relativiza, te hace ver la vida (eso que ocurre mientras vivimos) desde otra perspectiva. Da el perfil de una mujer alineada en la izquierda, no creyente, respetuosa y de gran corazón. Padece desde hace años una enfermedad grave a la que no da notoriedad, si la importancia que tiene. Reproduzco aquí su articulo, publicado el 19/01/2012 en La Vanguardia, que no pierde vigencia ni rotundidad:
Será porque tres de mis más queridos amigos se han enfrentado inesperadamente estas Navidades a enfermedades gravísimas. O porque, por suerte para mí, mi compañero es un hombre que no posee nada material pero tiene el corazón y la cabeza más sanos que he conocido y cada día aprendo de él algo valioso. O tal vez porque, a estas alturas de mi existencia, he vivido ya las suficientes horas buenas y horas malas como para empezar a colocar las cosas en su sitio. Será, quizá, porque algún bendito ángel de la sabiduría ha pasado por aquí cerca y ha dejado llegar una bocanada de su aliento hasta mí. El caso es que tengo la sensación –al menos la sensación– de que empiezo a entender un poco de qué va esto llamado vida.
Casi nada de lo que creemos que es importante me lo parece. Ni el éxito, ni el poder, ni el dinero, más allá de lo imprescindible para vivir con dignidad. Paso de las coronas de laureles y de los halagos sucios. Igual que paso del fango de la envidia, de la maledicencia y el juicio ajeno. Aparto a los quejumbrosos y malhumorados, a los egoístas y ambiciosos que aspiran a reposar en tumbas llenas de honores y cuentas bancarias, sobre las que nadie derramará una sola lágrima en la que quepa una partícula minúscula de pena verdadera. Detesto los coches de lujo que ensucian el mundo, los abrigos de pieles arrancadas de un cuerpo tibio y palpitante, las joyas fabricadas sobre las penalidades de hombres esclavos que padecen en las minas de esmeraldas y de oro a cambio de un pedazo de pan.
Rechazo el cinismo de una sociedad que sólo piensa en su propio bienestar y se desentiende del malestar de los otros, a base del cual construye su derroche. Y a los malditos indiferentes que nunca se meten en líos. Señalo con el dedo a los hipócritas que depositan una moneda en las huchas de las misiones pero no comparten la mesa con un inmigrante. A los que te aplauden cuando eres reina y te abandonan cuando te salen pústulas. A los que creen que sólo es importante tener y exhibir en lugar de sentir, pensar y ser.
Y ahora, ahora, en este momento de mi vida, no quiero casi nada. Tan sólo la ternura de mi amor y la gloriosa compañía de mis amigos. Unas cuantas carcajadas y unas palabras de cariño antes de irme a la cama. El recuerdo dulce de mis muertos. Un par de árboles al otro lado de los cristales y un pedazo de cielo al que se asomen la luz y la noche. El mejor verso del mundo y la más hermosa de las músicas. Por lo demás, podría comer patatas cocidas y dormir en el suelo mientras mi conciencia esté tranquila. También quiero, eso sí, mantener la libertad y el espíritu crítico por los que pago con gusto todo el precio que haya que pagar. Quiero toda la serenidad para sobrellevar el dolor y toda la alegría para disfrutar de lo bueno. Un instante de belleza a diario. Echar desesperadamente de menos a los que tengan que irse porque tuve la suerte de haberlos tenido a mi lado. No estar jamás de vuelta de nada. Seguir llorando cada vez que algo lo merezca, pero no quejarme de ninguna tontería. No convertirme nunca, nunca, en una mujer amargada, pase lo que pase. Y que el día en que me toque esfumarme, un puñadito de personas piensen que valió la pena que yo anduviera un rato por aquí. Sólo quiero eso. Casi nada. O todo.
Esta mujer tiene la "rara (y bendita) habilidad" de escribir muy frecuentemente lo que pienso. Ahora eso si, lo escribe infinitamente mas bonito de lo que yo lo hubiera podido llegar a imaginar, mucho menos escribir. No le quito ni una coma; ni le añado, y sin que sirva de precedente, una foto (¡para qué distraer con imágenes!). Y lo hace con una sensibilidad y una madurez impropia de sus años.
CHAPÓ !!!
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