Prefiero pensar, casi me atrevo a decir que me gustaría pensar, que la Navidad nos mostrase al mundo tal y como somos. Que, en todo caso, los buenos deseos, los propósitos de enmienda, el altruismo, el perdón, el "buenrollismo", la solidaridad y todos esos sentimientos bondadosos que se dan en estas fechas no fueran fruto de la hipocresía que hemos acordado adoptar, sino de nuestras verdaderas actitudes en la vida.
¿Y si fuera verdad? ¿Y si llegáramos a la conclusión de que es en el resto del año cuando, precisamente, somos hipócritas? ¿Por qué no creer, ahora que es la época de creer en todo lo bueno, que durante algo más de 11 meses (casi todo el año, vaya) nos ponemos el disfraz de cínicos, de competitivos, de orgullosos y de desconsiderados, y que nos cuidamos muy mucho de no mostrarnos sensibles? ¿Por qué no creer que es en las épocas no navideñas, precisamente, cuando triunfa desde hace tiempo y desgraciadamente la idea de que la sensibilidad es signo de debilidad y que los débiles acaban siendo devorados?
Tenemos muy mal concepto de nosotros mismos, hace tiempo que lo sospecho. Hasta el punto de que no dudamos en poner la etiqueta de falso a los supuestos buenos comportamientos por considerarlos hipócritas. Y supongo que se dan casos, claro. Pero en pocas ocasiones, hagamos memoria, contemplamos la posibilidad de que una mala forma de actuar pueda ser fingida, producto de la hipocresía. Naturalmente, se podría replicar que fingir que actúas mal, ademas de un lumping diabólico reprobable, ya es en sí mismo una mala forma de actuar. Digamos que son ganas de ser puñetero, de actuar dos veces mal a sabiendas. Y no lo voy a discutir. Pero si concluyésemos que estamos representando una comedia cuando somos bordes, individualistas o arrogantes, si bien seguiríamos sin ser dignos de ser alabados por esta forma de proceder, sin de ser dignos de pertenecer a una raza especialmente humana, algo tendríamos ganado y, sobre todo, nos quedaría un consuelo (algo es algo; quien no se consuela es porque no quiere): nadie podría echarnos en cara que no somos auténticos cuando nos despojamos de estos atributos mezquinos y nos convertimos en las personas solidarias que tanto nos cuesta asumir que podemos llegar a ser.
Nos han metido en la cabeza que el mejor recurso o recurso supremo para conquistar el espacio de mundo que tengemos opciones de conquistar es la inteligencia (algunos, incluso, creen que el dinero o dar codazos). Ser más listo que los demás. Y no siempre para entender al prójimo y construir un mundo mejor, sino para, en el mejor de los casos, que no se nos pisotee y, en el peor, para pisotear tú primero. Te dicen: «Tú primero, siempre. Siempre tú. Tú primero sé listo, que buena persona ya aprenderás a ser, y si acabas no siéndolo, tampoco va a pasar nada, porque serás como tus semejantes».
Siguiendo mi tendencia a remitirme a simples símiles futbolísticos, que suelen entenderse: «la primera patada (al rival, se entiende) la damos nosotros», «que pase el balón, pero no el rival», recurrente grito de guerra antes de salir a jugar un partido. Y conforme vas creciendo, te das cuenta de que la inteligencia se asocia cada vez más al descaro, a una sensibilidad limitada, a resultar ser un listo y, en la medida de lo posible, a la falta de susceptibilidad y empatía. La mansedumbre y la nobleza de corazón, desde luego loable, es una rémora que nadie se atreverá a criticar abiertamente, pero te darán a entender que es un peso del que puedes prescindir. Y, sobre todo, que no te tomen por tonto, eso nunca. «Si el bueno, el ingenuo y el pusilánime se pueden llegar a confundir, esfuérzate por que tu imagen se aleje de cualquiera de ellos, o te comerán», te dicen.
Sin duda, creo que una de las frases que más daño ha hecho a la concordia social es la de «es tan bueno que de tan bueno, es tonto». Pues no, ¿quién ha podido demostrar eso?. Nadie que es bueno es tonto, o mejor dicho, sí que una buena persona puede ser tonta (sólo faltaría que le negáramos ese derecho), pero una cualidad no es consecuencia de la otra. Claro que no. Asumamos que si somos tontos es porque no somos espabilados o porque no nos esforzamos por aprender, sin más, no busquemos justificación en frases axiomáticas y, sobre todo, no pongamos freno al ansia de bondad que puedan tener otros, sin duda los mejores. Seguro que construiríamos un mundo más habitable. ¡¡Qué manía por desacreditar al bueno y qué flaco favor a la predisposición, al altruismo, a la magnanimidad!!.
La vida, esa machacante y terca tirana, nos ha hecho así. O, quizá, seamos nosotros los que, pretendiendo engañarla, nos vestimos de cosas que no somos para atenuar sus efectos en nosotros mismos y en los nuestros. Que paradoja que, a la mínima ocasión que tenemos, nos desprendemos de ese traje que nos hace polvo y procuramos disfrutar del goce de ser majetes. Igual es en Navidad cuando nos sentimos seguros y nos quitamos el disfraz. Igual sólo somos buenas personas confundidas, temerosas de que nos hagan daño, buscando el momento propicio para quitarnos la careta. Me gustaría pensar que es así. Y, sobre todo, me gustaría pensar que algún día, cuando el mundo se vuelva sensato, estaremos en disposición de usar la bondad indiscriminadamente y sin esperar nada a cambio, porque no es necesario esperar nada. Más temprano que tarde, si todos fuéramos así, alguien nos devolverá nuestra buena predisposición regalándonos la suya.
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