La palabra (oral o escrita) puede tener un efecto terapéutico; positivo
o negativo, y sólo depende de nosotros. El ser humano es, en esencia,
comunicación. Eso quiere decir que la acción de comunicarse
la lleva inscrita en su ADN. Quizás sea por ello, por tratarse de algo
tan ancestral y a la vez tan cotidiano, que muchas veces no somos del
todo conscientes del poder que puede llegar a ejercer la palabra
respecto a terceros y a uno mismo. Es posible que el simple hecho de
tener esta herramienta tan a mano y de utilizarla casi de manera
automática nos haga pensar que es poco importante. Nada más lejos de la
realidad. Pero muchas veces, para que la palabra pueda tener el efecto
deseado, hay que contextualizarla adecuadamente. Los gritos,
la soberbia, la petulancia… pueden suponer un obstáculo y minar la
posibilidad de que la comunicación fluya. El otro día leí un caso curioso. En muchos pueblos de Mali (África profunda), país de "negritos" poco o nada universitarios, existe una construcción “hecha con adobe y recubierta con paja y troncos”, a la que se le denomina la Casa de la Palabra. Es un lugar para dirimir, pacíficamente, posibles disputas. Estas casas acostumbran a medir un metro y medio de altura o menos. Eso quiere decir que, muchas personas que acceden, lo primero que tienen que hacer es agacharse (eso les recuerda que si quieren entenderse con los demás deberán ser humildes).
Una vez dentro, ambos contendientes se sientan uno enfrente del otro con un tronco como silla. Cuando preso de la furia que genera la misma discusión, uno de ellos se levanta de golpe para abalanzarse sobre el contrario, se da de cabeza con el techo. (eso le recuerda que con la agresividad no se arregla nada y solo se consigue sufrimiento).
Con este antiguo, pero no menos efectivo, sistema viene siendo
No hay comentarios:
Publicar un comentario