

Durante un cálido verano, el intenso sol y las escasas lluvias habían quemado los pastos y apenas quedaba agua en los arroyos. Por ello, un precioso caballo salvaje, joven y fuerte, descendió de los prados de las montañas a buscar comida y bebida a su aldea. Quiso el destino que el animal fuera a parar al establo del anciano campesino, donde encontró la comida y la bebida deseadas, quedándose a dormir. La noticia corrió a toda velocidad por la aldea y los vecinos fueron a felicitar al anciano campesino. Era una gran suerte que ese caballo salvaje fuera a parar a su casa. Era en verdad un gran animal que costaría mucho dinero si tuviera que ser comprado y ahora podría ayudarle en las tareas del campo. Cuando los vecinos del anciano labrador se acercaron para felicitarle por tal regalo inesperado de la vida, el anciano les replicó:
“¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¡Quién sabe!”. Y no entendieron…

“¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¡Quién sabe!”. Y volvieron a no entender.
Una semana después, el caballo regresó de las montañas trayendo consigo una manada inmensa, todos en busca de alimento y agua. Hembras jóvenes en edad de procrear y potros fuertes; tantos que casi no cabían en su granja. ¡Los vecinos no lo podían creer! De repente, el anciano labrador se había vuelto rico de la manera más inesperada. Entonces, los vecinos felicitaron de nuevo al anciano campesino por su extraordinaria buena suerte. Pero éste, una vez mas, les respondió:
“¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¡Quién sabe!”. Y los vecinos, ahora sí, pensaron que el anciano no estaba bien de la cabeza.
Pero al día siguiente, el hijo del campesino, que era militar y acababa de regresar de la guerra para un descanso en la casa de su anciano

“¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¡Quién sabe!”. A lo que los vecinos ya no supieron qué responder.
Poco tiempo después, el país entró en guerra. El ejército entró en el poblado y fueron reclutados todos los jóvenes que se encontraban en buenas condiciones. Cuando vieron al hijo del campesino con la

“¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¡Quién sabe!”. A estas alturas, los moradores del lugar ya empezaban a reflexionar sobre las palabras del anciano labrador.
Por lo tanto, debemos concluir que nada es casual; mas bien deberíamos tener presente que todo es causal. Todo tiene su causalidad. El anciano de la historia simplemente observaba la realidad, sin juzgar la situación.“¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¡Quién sabe!” Él sólo esperaba la consecuencia o el efecto de lo que estaba sucediendo. Esperaba a ver lo que pasaría, ya que sabía que solo el tiempo pondría las cosas en su lugar y eliminaría la vertiente relativa. Consiguientemente, no es descabellado pensar en el preciso instante en el que sufrimos, que ese sufrimiento probablemente tendrá algún

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